miércoles, 12 de agosto de 2015
El Virginian zarpa de nuevo: ¡todo el mundo a bordo!
El próximo 26 de agosto, esta "locura" llamada La Poesía es un Cuento cumple diez años, nada menos. Una década cuento a cuento y verso a verso en escenarios, plazas, cafés... Un recorrido repleto de emociones, estrellas de mar, luciérnagas y, como no, amistades de esas de "parasiempre".
No había muchas dudas en cómo celebrar un momento tan especial como este décimo cumpleaños, debía ser contando. Y, echando la vista atrás, posiblemente la actuación más especial en este tiempo fue la que nos llevó al Virginian para contar la historia del pianista más grande de todos, la historia de "Novecento". Así que, por muchos motivos, Tim Tooney volverá a la escena para hablarnos de esa música, extraña pero hermosa, que salía del piano de Danny Boodman T.D. Lemon Novecento.
Será el jueves 17 de septiembre en el Teatro Principal de Burgos a las nueve de la noches. Las entradas ya están a la venta y se pueden conseguir contactando directamente con La Poesía es un Cuento (E-mail, Facebook, Twitter), en las taquillas de Cultural Cordón o, a través de internet en el servicio Teleentradas.
Nos encantará que formen parte de la tripulación. Tanto si no conocen esta historia como si hace cuatro años ya tuvieron pasaje, porque nunca se cuenta una historia dos veces de la misma manera.
domingo, 6 de febrero de 2011
Frases, ideas, pensamientos...
El pasado viernes 28 el Virginian, en realidad nuestro Virginian, hizo su primer trayecto.
miércoles, 2 de febrero de 2011
Sensaciones (y III)
FOTO: Ella confía tanto en mí que me hizo llegar las flores antes del estreno. Porque estaba segura de que iba a funcionar. Porque, para ella, ya había conseguido lo más difícil y solo quedaba disfrutar sobre el escenario.
Y luego salgo de escena, y se apaga la luz.
Y levantó los brazos como un deportista que cruza la meta y me quito atropelladamente los guantes y el abrigo. Salgo a escena a saludar, hago volar el sombrero y ahora sí que no veo nada. Hay luz en el patio de butacas pero no veo nada. Sólo gente de pie, aplaudiendo. Y, ahora que escribo esto, me doy cuenta: estaban de pie. Todos. Qué bonito. Saludo un momento y me voy. Esta es la pequeña parte del ego: saludar poco la primera vez para que puedas salir una segunda… el viejo truco. Un abrazo rápido a Vanesa (si no hubiera estado ella me hubiera tenido que abrazar a una silla o a lo que fuera) y salgo por segunda vez a saludar, les doy las gracias, me llevo la mano al corazón, y a los labios para dejar un beso sobre esa madera. No sé lo que hago. Sigo sin ver nada. Pero oigo aplausos y gritos como nunca. Qué bonito. Me quiero quedar toda la vida ahí encima pero me marcho. Cambio tres o cuatro palabras con Vanesa pero afuera sigue habiendo mucho ruido, me asomo: siguen ahí. Todos. De pie. Aplaudiendo. Se me ve un poco y suben los aplausos. Salgo otra vez. Es impresionante.
Ahora me marcho. Le pregunto a Vanesa si salgo otra vez (¡la cuarta!). Ella dice que sí pero me da vergüenza así que corro y me escapo a despedir a los asistentes. Están empezando a salir y yo improviso un par de frases. Algo así como “Gracias por viajar en el Virginian. Esperamos que hayan disfrutado del trayecto” y “La tripulación del Virginian les agradece que hayan viajado con nosotros”. La gente que me conoce me saluda y me felicita. Abrazos. Besos. Muchos se sorprender al verme ahí agradeciéndoles. Laura. Ha bajado de la cabina, está ahí. Un beso grande. No lo suficiente (hay tanta gente) pero sí me doy cuenta de que le brillan los ojos. Espero un poco más y tengo que entrar. Me queda mucha gente por saludar. Mis hermanos: Jesús, Rodrigo y Esther. Valdi, Jorge. Guillermo, Álvaro. La familia. Y María desde 700 kilómetros. Lara Poulain. Isabel que repite locura dos años después. Y más gente que ha tomado trenes, autobuses y coches para venir. Qué bonito todo.
Tres personas de un grupo de teatro que representó Novecento en su día. Me dicen que les ha encantado. Que tiene mucho mérito. Crezco un poquito. Les doy las gracias por el piropo y por venir.
Bueno, toca marcharse. No quiero, pero toca marcharse. Voy al camerino y recogemos rápido con una sonrisa enorme en la cara. Todavía no pienso mucho. En el escenario está todo recogido. Debe ser el espectáculo que más rápido se recoge en toda la historia de la sala.
Antes de salir, miro al patio de butacas. Parece mucho más pequeño que cuando he llegado. Quizás es que yo soy un poco más alto que cuando he llegado.
Y, sobretodo, mucho, muchísimo más feliz.
Qué bonito.
No puedo dejar de dar las gracias. A la tripulación, a todo el pasaje, a quienes ayudaron a que el barco zarpara.
Especialmente a Laura por no dudar nunca de este capitán de barco “claustrofóbico”. Y por aguantarme.
Especialmente a Iratxe y Mar porque, siendo miembros de la tripulación, no pudieron subir a bordo. Pero sin ellas no habríamos podido levar anclas.
Especialmente a Anat por empujarme a escribir estas tres crónicas que, dentro de un tiempo, me ayudarán a no olvidar como fue una de las tardes más maravillosas que he tenido nunca.
martes, 1 de febrero de 2011
Sensaciones (II)
FOTO: Allí escondido, dentro del taburete del piano, “salió a escena”. Es Francis. Ya estuvo presente en el estreno de “Y los cuentos, cuentos son” y en algunas actuaciones más. Es un pequeño reno de peluche que, además de su experiencia sobre las tablas, siempre viaja conmigo. Sé que no es original pero me gusta tener fotos suyas en los lugares a donde voy. Esta vez hubo que buscar un lugar discreto para él, pero conseguimos que participara en el estreno.
Estábamos a medio minuto (dure lo que dure) de pisar el escenario. Seguimos.
Se apagan las luces. Camino despacio hacia la silla, con la vista en el suelo, cojo la trompeta, me siento, va subiendo la luz…
“Siempre sucedía lo mismo…”
Miro al frente, al público. Por suerte la luz no me deslumbra y puedo ver las butacas. En realidad, intuirlas. Puedo ver perfectamente a las personas de la primera fila y algo a las de la segunda, el resto es oscuridad pero noto las siluetas. Eso me gusta. Hablar con una luz clavada en los ojos no. La primera parte (dividimos el texto en nueve partes) va rodada.
Para la segunda toca cambiar de “ambiente” y de tono. Presento el barco, la tripulación, la banda… La música me ayuda de fondo. Esta segunda parte fue importantísima para que todo saliera como salió. Es una parte más animada y, si me apuran, divertida. Oigo las risas, eso es bueno. Mucho. En esta parte, llega una especie de prueba: cuando pido para el diseñador del barco “su más caluroso aplausoooo”. Alguien me dijo que ahí el público aplaudiría. Yo pensaba que no, que se notaba que, al fin y al cabo, era una presentación “ficticia” sin nadie en el escenario a quien presentar pero… aplaudieron. Mis disculpas por esta palabra, pero es la que mejor encaja: Subidón. Me crezco, me parece que tengo al público conmigo, que realmente han subido al barco. Poco después aplauden de nuevo. Impresionante.
Después, se relaja el ambiente. Me noto grande en el escenario, no es que domine al público es que están a mi lado. Es como si tuviera la sensación de que me piden que les cuente más. Al poco, un momento de pánico. La boca seca. Sequísima. Extremadamente. No tengo agua, no encajaba beber en el escenario. En los ensayos no había pasado. Me pregunto cómo aguantaré el resto de la obra así. Sé que en las brevísimas salidas de las tablas podré beber agua pero apenas un sorbo. Paro un poco, separo las frases para que me de tiempo a “generar” saliva. Salgo del paso. Además, enseguida toca salir a por mi primer sorbo de agua. Antes la segunda canción. Una parte muy bonita, muy poética. Hablo como en versos, doy el pie…// No suena. / Joder, he dicho la frase. / No suena… / Cuatro segundos, cinco. / No puedo parar más: continúo. Dos o tres frases después (desordenadas porque estoy pensando en porqué no habrá entrado a tiempo) suena la música. Lo hemos salvado. Luego, se corta un poco antes de tiempo pero eso importa menos. Una frase como broche y a bambalinas.
Sorbo de agua, y leo un texto como si fuera una voz en off. Vanesa me sujeta el guión y la linterna, le señalo la botella de agua pero no me entiende… ¡necesito más agua! Lo ve, me la acerca y, justo después de la última palabra otro trago de agua. Salvado. Vuelvo a escena.
Noto a la gente bailando conmigo, con el océano. La segunda salida era un punto importante, no queda muy natural porque el espacio es muy justito pero no tampoco queda mal. Doy el grito y, en ese instante, entra un efecto sonoro… O debería. // Otros cuatro segundos eternos y al fin entra. Joder, no me lo puedo creer. Pero soy capaz de quitármelo de la cabeza y continúo con muchísima tranquilidad. Uno de mis pasajes preferidos: me siento en el borde del escenario y, “nadie está obligado a creerlo” pero noto la atención de todas y cada una de las personas. Estoy ahí sentado en el escenario, cerquísima de las butacas y me parece que estoy contando una historia a un puñado de amigos en un sofá, en un bar, que sé yo… Lo juro, lo noto. Me siento como si le contara la historia a esas trescientas personas pero una por una.
En la obra anterior, al preguntar, me recomendaron que no me sentara ahí. Esta vez no pregunté. Acerté.
El duelo. Tensión. En los ensayos la conseguí casi sin proponérmelo. Esperemos lograrlo ahora también. Creo que funciona. Yo, al menos, lo vivo. Me parece estar allí, en el salón de baile de primera clase del Virginian. No se me olvida el pequeño recuerdo escondido para Mar. Sé que lo agradecerá cuando pueda verlo. Además, se lo debo. Momento cumbre: la pieza de música más importante de toda la obra. La que nos costó horas y horas encontrar. La que pondría los pelos de punta. Voy despacio hacia ella, lentamente. Ahora. Doy el pie… // ¡¡¡Y no suena!!! Realmente es terrible. / No tengo escapatoria, es la única pieza de música que no puedo sustituir con palabras. / Es clave. / No me lo puedo creer. // No son cinco segundos esta vez: son ocho por lo menos. // Todo a la mierda: voy a improvisar. Pienso en la primera frase para sustituir esos treinta segundos de música insustituible. // Se jodió. / Y cuando me queda nada para hablar oigo, a lo lejos, la música. Muy bajito pero se oye. ¡Vamos! por favor, ¡arriba! / ¡Subid el volumen! / ¡¡¡Ya!!! / ¡¡¡A tope!!! Sube un poco, no mucho, vuelve a bajar. / Gesticulo en el escenario. / Siento que hago el ridículo pero no puedo hacer otra cosa, tengo que sustituir el volumen por mis gestos. / Se oye el final más o menos bien pero mucho más bajo de cómo debería. / Vaya putada.
Pero sigo. Ni pienso en ello. No tengo tiempo de pensar ahora, actúo.
En ese momento, me viene a la cabeza un pensamiento “extraño”… ¡qué poco queda! Se va acabando la obra. Pero no quiero terminar, estoy disfrutando. No pienso correr, me lo he prometido. A por los cuadros.
Esta parte es en la que fallé al hacer el ensayo general. Voy despacio. Es importante. Me acuerdo de Iratxe recordándome: “Dicción, dicción y dicción”. Otro pequeño homenaje escondido. Me gusta este juego. En esta parte también salgo un instante del escenario. En medio del silencio mayoritario.
(Por cierto, no he hablado del silencio. Impresionante. No se oía nada. Pero desde el principio hasta el final. No se oían susurros, ni ruidos. Nada. No se notaba gente que se revolviera en el asiento, inquieta o aburrida: parecían estar todos atentos a cada una de las palabras. Como si no pasara el tiempo. El silencio era para “quedarte de piedra”. En la última parte más todavía, pero aún no hemos llegado).
Decía, que en medio del silencio mayoritario se escucha, ahora sí, un breve murmullo al verme salir con otro vestuario y en un ambiente diferente. Parece que hay incluso una sorpresa cuando les hablo de nuevo, sombrero en mano. Me gusta. Igual me gusta tanto que me confío y la cago. Me muevo antes de tiempo, sin decir el texto que debía y me “meto” en zona oscura. Por suerte, en la cabina, el encargado de las luces lo arregla rápido. Me doy cuenta del fallo al momento. Increíblemente, mientras digo la parte de texto que me he saltado en un lugar que no correspondía, me da tiempo a pensar que, incluso ha quedado mejor de lo inicialmente previsto. Seguimos adelante. Irrevocablemente hacia el final. Que, posiblemente, es lo más emocionante.
La penúltima es la parte en la que el trompetista habla más de sí mismo. Y me noto la evolución en el escenario. Me recuerdo como si me viera desde atrás, desde el fondo del escenario. ES imposible pero, ahora, parece que me veo recortado por la luz, veo mi espalda y los ojos del público fijos en mí. El Tim Tooney de esta parte no es el mismo que hablaba hace una hora, espero que la gente lo note. Creo que sí.
Y llega el momento mágico: el final de la obra. Antes hablaba del silencio. Ahora es tremendo. De verdad: impactante. Entre frase y frase, los instantes en que no hablo se podía escuchar el susurro que suele hacer la megafonía cuando no se oye nada. Nunca me había pasado algo así. Y como ayuda. Desgrano párrafo por párrafo. Paladeo las frases. Estoy tan tranquilo, tan concentrado que me salto un par de frases pero las encajo al instante sin que se note nada.
Y luego salgo de escena, y se apaga la luz.
Y muchas, muchas más cosas…
(continuará)
lunes, 31 de enero de 2011
Sensaciones (I)
Te dicen: “Después de que se oiga el aviso para que la gente apague sus móviles, comenzará a bajar la luz. Cuando veas que ya se ha bajado del todo, esperas medio minuto y sales a escena”. Eso te dicen. Y tú, junto al escenario, no tienes ni la más remota idea de cuánto es medio minuto, ni la más remota. Así que, entonces sí, te pones nervioso de verdad. ¿Saldré a tiempo? ¿Esperaré demasiado?
Sensaciones. Las que tuve el viernes fueron muchas, muy variadas y muy intensas. A petición de Anat (con quien, algún día, escribiremos “la historia más bonita de todas”) me he decidido a ponerlas en letras. Algunas. Las que recuerde. Pero intentando no desvelar demasiado de lo que ocurre sobre el escenario porque el Virginian tiene que visitar muchos más puertos y queremos que, los nuevos pasajeros, mantengan la misma ilusión que quienes disfrutaron del trayecto inicial.
Podría empezar por ese medio minuto pero, empezaremos un poco antes. Sólo un poco, no a la primera lectura del texto o a la primera versión del guión. No tanto. Empezaré por mi coche, entrando en el teatro. Con lo grande que parece la sala cuando llegas con la maleta y las cajas de madera en los brazos. Y recuerdas perfectamente que esa sala era mucho más pequeña otros días. Lo sabes.
Te muestran los programas de luces, para ver si es como tú lo habías dibujado sobre el guión. Sí, prácticamente igual. Mucho trabajo adelantado. Una suerte. Para probar las “transiciones” entre un ambiente de luz y otro y, sobretodo, para encajar los cortes de sonido en los momentos adecuados, hacemos un simulacro de ensayo general. O eso creía yo. Creía que era un simulacro: sin decir todo el texto, sólo las partes en que cambian las luces o entra algo de música. Pero no, no era un simulacro. Era un ensayo general en toda regla. No era mi idea. No me encajaba. No quería hacer todo el texto que tendría que repetir tres horas después. Pero lo hago. Quiero que las luces y el sonido entren perfectos y, si eso ayuda, no me importa. En el ensayo me olvido algunas partes del texto, no muy importantes, sigo adelante. Me atasco (mucho) en alguna otra: por eso no quería hacer ese ensayo. Me hace perder confianza. Las luces están muy bien, el sonido también. Quizá algún desajuste pero seguro que luego todo cuadra. No me gusta que quien hará funcionar las músicas no esté en el ensayo pero nada me hace perder confianza: el guión está muy bien explicado y, además, en la cabina estará la “segunda directora” para echar una mano. Seguro que sale perfecto. Son profesionales y yo no. Me preocupo más por mí.
Tras el ensayo, se reajustan unos focos y pasa tiempo, muchísimo. O, al menos, muy despacio. Repaso el guión, sobre todo las partes que se me atascaron en el ensayo que no quería hacer. Mucho tiempo con la cabeza libre… Nunca llegan las siete y media (hora de maquillaje). El camerino es enorme. El mismo de la otra vez. Doblo un cartel y coloco mi foto en la puerta. Soy un “divo”. Me hace ilusión. Compruebo el “vestuario” pero no me lo puedo poner porque tengo que salir a maquillarme. Algo se me olvida… ¡ah sí! el invitado especial del taburete del piano (tiene una explicación… y llegará).
A las siete y media salgo a la calle a una tienda que está junto al teatro para que me maquillen un poco. He oído que es importante para que los focos no te dejen con mala cara. Aprovecho y compro un inhalador en la farmacia (¡malditos mocos!). Vuelvo al teatro: ahora sí comienza la cuenta atrás.
Me pongo la ropa de actuar: solo. Me gusta ese momento. Hago el nudo de la pajarita. Estoy. Salgo al escenario y le explico rápido a Vanesa lo que tiene que hacer desde las bambalinas. En seguida toca abrir las puertas del salón. Eso significa “encerrarme”. Lo dice la directora: no puede verte nadie del público antes de actuar. Es el peor rato. Esos veinte minutos o casi media hora recorriendo un pasillo. Laura tiene que subir a la cabina. La tranquilizo: estoy bien, todo va a salir de maravilla, triunfamos seguro. Quedan diez minutos. Caliento la voz. Repaso el primer párrafo una y otra vez. Me concentro y me repito todas las cosas que debo hacer: dicción, expresión, no moverme demasiado, hablar despacio y, sobretodo, disfrutar. Viene el coordinador de la sala y me cuenta aquello del aviso de los móviles, las luces que se apagan y el medio minuto.
Nervios. Pero menos de los esperados. Me digo que es la confianza en el trabajo que ya hemos hecho.
“Se ruega desconecten…”
Bajan las luces.
¿Cuánto dura medio minuto?
…
(continuará)
sábado, 29 de enero de 2011
Felicidad
Qué bonito.
jueves, 27 de enero de 2011
Hoy
Nieva. Está nevando suavemente sobre los tejados ya blancos, sobre los árboles, sobre las calles. Nieva.